Por Ramón Tamames.
Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
El título del presente artículo es idéntico al que Paul Gauguin dio a un cuadro que pintó en Tahití, en 1897, y que el autor vio en 1994, muy ampliado, al llegar al aeropuerto de Papeete: “Este será el título de un libro mío, alguna vez…”, pensé en la ocasión. Y así ha sucedido: en la ponencia que ayer defendí en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, traté, precisamente, de contestar a las tres preguntas que encabezan este artículo, que es una síntesis del propio libro imaginado hace 22 años.
Empezando por de dónde venimos, la contestación científica parece clara: todo empezó con el big bang (el fiat lux del Génesis y el intuido huevo cósmico del clérigo belga George Lamaitre), cuando nació el espacio-tiempo y la materia se expandió formando el universo: primeramente una sopa cósmica de partículas atómicas (quarks, bosones, muones…) hoy encriptadas en los átomos, según ha ido descubriéndose merced al gran colisionador de hadrones, LHC, del CERN, en Ginebra.
Posteriormente, los elementos químicos se crearon en los hornos estelares, de manera que como se ha dicho tantas veces, somos hijos de las estrellas. Pero… ¿Y qué había antes del big bang? La respuesta más conocida hasta ahora: “Dios estaba prefigurando el infierno para quienes hicieran preguntas como esas”.
No se sabe hasta cuándo el universo estará expandiéndose, en un proceso continuo de destrucción y recreación de galaxias, estrellas, y sistemas planetarios, para al final, tal vez diluirse todo en la negrura más fría. O quizá, en función de la materia y la energía obscuras –el 96 por 100 del cosmos—, producirse el big crunch: vuelta a empezar, en lo que sería un universo oscilante, con la amnesia cósmica entre uno y otro latido.
Y en esa inmensidad: ¿hay vida más allá de la Tierra? A ese interrogante se intentó responder con el programa SETI (Search for ExtraTerrestrial Intelligence), desde 1960, sin ningún resultado positivo, y ahora se está intentando de nuevo con la pesquisa de los exoplanetas Kepler. Resultando difícil aceptar la probabilística, porque si hubiera tantas como se dice en la ecuación de Drake (apoyada por intuía Carl Sagan), tendrían que haberse detectado ya muchas otras inteligencias en el cosmos: con los 13.800 millones de años desde el big bang, ha habido tiempo para todo.
Y ahí está la clave de la llamada Paradoja de Fermi, el sabio nuclear, muy escéptico sobre la vida extraterrestre, quien en cierta ocasión manifestó que “lo más seguro es que nunca veamos a esos hombrecillos verdes”. Y es que las distancias interestelares son tan enormes (hasta decenas de miles de millones de años luz), que si pudiéramos volar a otras galaxias, al llegar a ellas tal vez ya no estarían allí; y cuando los viajeros volvieran a estos lares ¿dónde estaríamos los humanos? En definitiva somos un Navío Espacial Tierra, que navega sine die, y que seguramente es la patria común humana para siempre.
También hay que preguntarse de dónde venimos desde el punto de vista biológico. Y a ese respecto, puede decirse que hubo todo un big bang de la vida orgánica hace 3.800 millones de años, una primera bacteria de arranque de la evolución (según la teoría de Darwin y Wallace). De tal modo que ahora, siete millones de años después de separación del linaje de los homínidos respecto a los primates superiores surge la segunda pregunta ¿qué somos?
Somos los dueños de la Tierra y los impulsores de la Ciencia. Pero no somos dioses, a pesar de lo que predice la Inteligencia Artificial, iniciada por Turing y hoy con Ray Kurzweil como exponente máximo que ya anuncia la inmortalidad humana. Al tiempo que la propia especie está en peligro de autodestrucción por toda clase de amenazas y desavenencias.
Y en este pasaje de nuestra reflexión es cuando surge el sentido de la vida en el universo antrópico, el subtítulo de mi futuro libro sobre las tres preguntas. Un sentido que se relaciona con la angustia de Albert Camus y la incertidumbre de un Wittgenstein en el desánimo profundo. Pero también con el optimismo de la condición humana de Malraux, o el principio esperanza desde Bloch y Karl Rahner al Papa Francisco; y definitivamente con la ciencia al modo de Richard Feyman y Einstein: somos los únicos observadores e intérpretes de la creación evolutiva y eso y muchas más cosas dan sentido a la propia vida.
Y llegamos así a la tercera y última pregunta: ¿adónde vamos?: ni siquiera los más escépticos descartan la posibilidad de un punto Omega (Teilhard de Chardin dixit). En la idea de que la evolución tiene características teleológicas, que podrían marcar un camino de perfección que hasta ahora sólo se vislumbra a través de la filosofía y la religión.
En el referido contexto, ha habido de todo: científicos que aceptan una trascendencia, como Pasteur, Schrödinger, Collins, o Ayala; y no creyentes, como Haeckel, Hoyle, Hawking, o Dawkins. Pero si algo está claro, es que no se ha cumplido la profecía de Karl Marx, de mediados del siglo XIX, cuando predijo que en una centuria más, no habría religiones, y que la ciencia lo ocuparía todo.
Lejos de esa muerte anunciada, hoy prosigue el hecho religioso, señaladamente en la buena nueva de Jesús de Nazaret, que Pablo extendió desde Palestina a las iglesias de Asia y de Grecia, llegando a la mismísima Roma, para hacer del cristianismo un credo universal, con todas sus grandezas y complejidades. Hasta el momento actual de nuevo énfasis en el ecumenismo y de mejores conexiones entre ciencia y creencia, que hacen más relevante el principio esperanza, preconizado desde muy distintos enfoques desde las cuatro preguntas de Kant, a las intuiciones de Bloch, Rahner y Barth. En suma, todo puede tener un sentido que vislumbramos en la vida misma.